La poética del agua embalsada


Comenzar el año con los amplios horizontes que ofrece el pantano de Iznájar. Con una cura de vastos espacios, pedaleando por la pista de su orilla sur, izquierda, entre la villa de Iznájar y la presa. Un recorrido de sube y baja y entra y sale por las lomas que orillan el embalse, cuya agua penetra por los barrancos, dibujando un sinuoso recorrido de olivos, pinos carrascos y encinas, con cortijos como faros blancos entre el apagado verdor de la vegetación y del día plomizo.

Hoy, en plena campaña de recolección, los aceituneros a lo suyo, vareando con el moderno ruido de las vibradoras, con el que se ha poblado el olivar. Y los pajarillos a lo de ellos: escapar del ciclista y su cámara, observar desde las ramas de un almendro a punto de estallar en flores.
Una bandada de rabilargos se organiza por la orilla, y en el agua un grupo de patos se aleja perezosamente, sin temer nada. El planeo de una garza real. Muy a lo lejos una gaviota (¿sombría?) y un grupo de somormujos. El frío se quita en los tramos empinados y vuelve a las manos y la cara cuando no hay que pedalear. Un tibio sol sale mientras descanso en el mirador del Remolino, una aldea desparecida bajos las aguas del pantano. Disfruto de la tranquilidad, y un mundo poético me rodea. 


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