Noche en el ibón del Sen
Si uno carga con todo lo
necesario para vivir, la conciencia se hace ligera. Si en la mochila va un poco
de comida, ropa y manta y un libro, qué más se puede pedir. Si uno trepa a una
montaña así, marcha lento pero feliz. A las 11 de la mañana nos pusimos en
marcha, no era tarde, porque prisa no teníamos, especialmente yo; Fran sí que
tenía que volver, pero no era lejos, sino alto adonde nos dirigíamos.
Así, por el puente de los
Pecadors, cerca de San Chuan de Plan, cruzamos el Zinqueta. Encajonada y muy abajo
se escucha el agua, en una estrechez de vértigo, donde dicen que arrojaban a la
pobre gente pecadora, desde el fondo suben bien estirados los troncos de un
grupo de tilos, cuyas hojas sombrean este húmedo ambiente, y que no tienen
ningún efecto tranquilizador en mí. Iniciamos la marcha por una pista
toscamente empedrada, que remonta en revueltas por la pendiente, entre un
bosque de robles, avellanos y bojes; aunque yo me paro en unas orquídeas Epipactis
atrorubens, es ocho de agosto de 2014. De donde vengo, las orquídeas llevan
ochenta días secas.
Siguen las revueltas empedradas,
trabajo de cientos de años acondicionando este camino, para permitir el paso
del hombre y los animales cargados de pasto de las praderas superiores, donde
se encuentran las bordas de Puyarruego, al que llegamos enlazando con una buena
pista para vehículos, y donde hay alguna borda habilitada para el turismo
tranquilo de estos lugares. Seguimos por una pista de menor calibre, a mano
derecha, ya con el rumor del crecido arroyo del Sen, al momento aparece unas
construcciones de hormigón, en la zona de Engrota, son los restos de una
explotación de cobalto. Ya seguimos por una senda, algo más arriba, dejamos el
bosque, al cruzar un puente sobre este torrente impetuoso, no sé si será por la
últimas tormentas. Entramos en un territorio de pastos subalpinos, al poco
llegamos a la cabaña de pastores de Las Pardas, a 1.900 metros [1].
Llevamos dos horas y media caminando, embebidos en el rumor del barranco por el
que se precipita el agua en abundancia, blanca oxigenada y por un ambiente sereno,
hasta ahora no nos hemos encontrado a nadie. La cabaña se aleja del torrente y
las lazadas que le siguen del sendero nos asoman al barranco de Las Pardas que
suben hasta las crestas de Las Blancas, de 2.707 metros en el
pico Barbarizia.
La senda se acerca al torrente de
nuevo, entramos bajo unos nubarrones oscuros como las crestas, como si el
terreno tiñera sus vapores. Arriba, donde se adivina la cubeta glaciar, además,
llueve. Todo es de ese gris refrescante en este mes de agosto. En unos minutos,
a nosotros también nos llueve ligeramente. Fran más rápido, decide adelantarse
para llegar al ibón, contemplarlo e iniciar la bajada. Nos cruzamos con otros
senderistas, que ya vuelven del Sen, mientras yo coloco la funda a la mochila y
me coloco el impermeable, guardo la cámara, aunque sé que este es el momento de
la inspiración fotográfica. Arrecia la lluvia, escucho el golpeteo de las gotas
en el plástico del gorro y empiezo a vivir este momento, el de la montaña
cambiante, el del paisaje brumoso, que despierta el instinto del refugio
placentero, contemplativo. Camino hacia los nubarrones más espesos, estoy casi
a su altura, solo se cuela algo de claridad por la parte más baja del barranco,
todo lo demás está tapado y la hierba brilla con un verde oscuro. El sendero
enseguida llega a un resalte rocoso, por su izquierda desciende en cascadas el
arroyo espumeante. Una vez superado aparece una charca, muy crecida hoy,
compruebo como bajo el agua hay hierba, fuera queda un prado perfecto. Ya no
llueve. Continúo entre un caos de rocas, que no sé hasta que punto hacen de
presa natural del ibón, al mezclarse con restos de construcciones que en
tiempos sirvieron para controlar el caudal que se utilizaba en el lavadero de
cobalto. Ahí me espera Fran, contemplando el panorama de rocas y agua, de
soledad y belleza pirenaica. Él debe emprender la bajada, son más de las tres
de la tarde, he empleado más de cuatro horas en subir al ibón, tenemos 20º C.
Nos hacemos unas fotos y me quedo
solo. Escojo el lugar en el que plantar la pequeña tienda que traigo, junto a
la charca más baja, que monto rápido porque se anuncia un nuevo chaparrón. Como
algo dentro de la tienda, mientras espero que escampe. He subido pan, queso,
embutido y melocotones. Descanso, doy una cabezada hasta las cuatro y media.
La tarde la dedico a recorrer
este imponente circo glaciar, este paisaje trabajado en tiempos donde el frío
era el señor de las montañas. De una especie de aliviadero mana impetuoso el
torrente, por unos metros encauzado por un murete de piedra, luego anegando
parte del prado y llenando la laguna por cuyo borde oeste se desborda para
precipitarse barranco abajo. Entre el césped encharcado encuentro las flores
azul violetas, con forma de caperuzas de la Pinguicola grandiflora
y Potentilla crantzii, de denso amarillo entre sus palmeadas hojas de un verde
oscuro. Cerca de las pequeñas rocas que sobrepasan la apretada hierba, hay Lotus
corniculatus subsp. alpinus, con sus flores virando del amarillo al rojo. El
sonido del caudal, potente y vivo me atrae, el agua está fría, busco un pequeño
termómetro, poco preciso, que llevo encima, lo sumerjo, aguantándolo con unos
granitos. Allí lo dejo, mientras me encamino al ibón del Sen, el grande,
rodeado de afiladas almenas, como protegido por un castillo medieval, en cuyas
puntas se deshilachan las nieblas. Comienzo a bordearlo, parándome aquí y allá,
para fotografiar unas plantas guarecidas en estas alturas, que en unas pocas semanas
de julio y agosto despliegan sus flores, como un lujo casi prohibido entre la
austeridad de la roca. Merece la pena detenerse y pensar en su existencia
botánica, y mi imaginación se encanta y las mitifica.
Así, escuchando el chapoteo del
agua del ibón, me regalo con el regaliz de monte Trifolium alpinum, cerca
estalla de un blanco marfil una mata de Galium pyrenaicum, exuberante, como si fuera
cuidada por un experto en un invernadero. Sopla una brisa que hace abrigarme y
seguir bordeando el lago. Aunque estoy rodeado de granito, aquí y allá las
plantas que descubro son propias de caliza, eso me aseguran las guías de flores
que consulto[2]. Ahora los canchales bajan
hasta la orilla desde las crestas, aun quedan algunos neveros, es un terreno
frío y húmedo, con algunos rododendros en flor, Rhododendrom ferrugineum, y
vigorosas hojas de vedegambre, Veratrum albun que aun no tiene tallos floridos,
que salen de los recovecos de las rocas, junto a amarillas violetas, Viola
biflora.
En el silencio de las alturas,
oigo un disparo lejano, a los dos segundos otro chasquido me sobresalta. Y ha
sido en los siguientes rebotes donde me he dado cuenta de que era una roca
desprendida que finalmente se ha frenado en el canchal, son las 18:49. Poco más
adelante, encima de los cresteríos escucho a unas chovas, alzo la vista y veo
una pareja incordiando a una pareja de águilas reales, que sobrevuelan su
territorio, o por que tienen el nido cerca. Me da tiempo a hacerles unas fotos.
Sé que todo cuanto aquí sucede es complejo, desde la piedra que rueda a la
chova que grazna. Y todo se manifiesta entre largos silencios, en un
acontecimiento misterioso, con la lentitud de las grandes obras. Estoy. Solo en
un inmenso escenario. El agua invade unas grandes rocas y hay que trepar algo
para sortear la orilla del ibón, que está a su máximo nivel. Estoy terminando
el recorrido, pero antes me acerco hasta un pequeño ibón. Cuando llego a la
tienda de campaña son casi las nueve de la noche, la lámina de la lagunilla
inferior brilla como un espejo. He sacado el termómetro del torrente, marca
tres grados centígrados. Bebo y me meto en el saco de dormir, fuera tenemos 10
grados.
Duermo apaciblemente, me levanto
tarde, sobre las nueve y me encuentro rodeado por ovejas que triscan en la
hierba fresca. El sol roza los paredones más altos y entra rasante en el circo
glaciar. El rebaño desprende una imagen de calidez, mientras sube una ladera
que dará a otro circo y a nueva hierba. Preparo la mochila, pero antes, doy un
último paseo para fotografíar unas gencianas que ayer encontré ya cerradas:
Gentiana alpina y Gentiana nivalis.
Desciendo durante tres horas, por
pastos, bordas y el laberinto de senderos que finalmente me llevan hasta el
puente de Los Pecadores, donde me espera una enorme y amenazadora oruga de la
esfinge de los tilos que desde el pretil del puente me despide.
Alchemilla alpina Alchemilla
colorata
Arenaria moehringioides Armeria alpina
Campanula rapunculoides Campanula
scheuchzeri
Daphne cneorum Dianthus
carthusianorum
Doronicum grandiflorum Erigerum
uniflorus
Globularia repens Juniperus
communis subsp. alpina
Linaria alpina Oxitropis
neglecta
Phyteuma hemisphaericum Potentilla nivalis
Pritzelago alpina Saxifraga
moschata
Saxifraga paniculada Sedum
atratum
Sempervivum montanum Sesamoides
interrupta
Silene acaulis Thymus
praecox subsp. polytrichus
Trifolium alpinum Urtica
dioica
Vaccinum uliginosum Veronica fruticans
Vicia pyrenaica Viola
canina
[1] Datos recogidos en el libro ‘Valle de Chistau. Paseos, historia, naturaleza.’ De Eduardo Visuales y Kilo Gracia Edizioak SUA
[2] Flores del Pirineo de Fco.
Javier Barbadillo Salgado, Editorial Pirineo y La Grande Flore Ilustrée
des Pyrémées, de Marcel Saule, Edición de Milan-Rando, principalmente, pues
otra media docena de libros magníficos se apoyan en mi mesa donde esto escribo.
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