Autobiografía, de Charles Darwin


Sorprende la modestia en un autor de tantos libros, incansable recopilador de notas, apuntes y lecturas (tenía fichas detalladas de los libros de su biblioteca), que se ponga a escribir su autobiografía y quede un librito de menos de cien páginas. Porque esta es la extensión, 93 páginas, de Autobiografía de Charles Darwin, de ediciones Verticales.
Frente a la Camorra, por la carretera que va a la cantera, el paisaje no es especialmente bello. El bocado terrible a la montaña, un olivar casi escuálido, y alambres de espino cerrándolo todo. No hay otra cosa aquí, además de latas y cartuchos de caza desparramados por todos sitios. Solo me detengo en los minúsculos musgos, fascinantes en su terriblemente lejana historia y en su modestia.
Bueno, sí es verdad que el genio inglés escribió su autobiografía para su familia, en un libro que era más extenso, pero las partes más personales se suprimieron en la publicación al público en general. Aunque, en el volumen que acabo de leer, perteneciente a una edición de 1929, se añadieron otras 70 páginas de su hijo Francis Darwin. Un capítulo con el título de ‘Recuerdos de la vida cotidiana de mi padre’. También hay unas cuantas láminas y fotografías.
Es un día luminoso, en estos fríos de febrero. Me da la sensación que los árboles de la cima de la Camorra están blancos de escarcha, pero no lo puedo asegurar con ese sol cegador.
Luminoso y sincero es Dawin en su autobiografía. Desde un incipiente naturalista, excitado ante los hallazgos entomológicos. “Me sorprende la imagen imborrable que han dejado en mi cabeza muchos de los escarabajos que capturé en Cambridge. Recuerdo con exactitud el aspecto de determinados postes, árboles viejos y bancos donde realicé una buena captura”. Y enternecedor y humano se muestra con el recuerdo de su hija fallecida a los 10 años. “Nuestra pobre hija Annie, nació en Coger Street, el 2 de marzo de 1841, y expiró en Malvern el mediodía del 23 de abril de 1851”… “Hemos perdido la alegría de la casa, y el solaz de nuestra vejez”, escribió a la semana del fallecimiento.

Darwin decía que “montar le impedía pensar con la misma eficacia que cuando caminaba”. Hay a las faldas de la Camorra, algunos manchones de espeso encinar, cuajado de lianas como zarzas y zarzaparrillas, que los convierten en impenetrables. En ellos recojo un par de plantones de durillo. Los ejemplares mayores comienzan a madurar los ramilletes de flores.
Concluye el más importante naturalista de todos los tiempos, que la existencia está llena de dicha para todas sus formas de vida. De lo contrario las especies no se hubieran perpetuado.  “Hay autores que, de hecho, se sienten tan impresionados ante la cantidad de sufrimiento que hay en el mundo que dudan, teniendo en cuenta a todos los seres vivos, si hay más miseria que felicidad… En mi opinión, se impone decididamente la felicidad… Si todos los individuos de cualquier especie sufrieran habitualmente en grado extremo, acabarían desatendiendo la propagación de su especie”.
Hay otras partes del libro que he subrayado, pero es hora de tomarme una naranja, antes de marcharme de este paraje de la Camorra, caminando por donde he venido, y pensando en Charles Darwin (1809-1882).


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