'Las canciones de los árboles' de David George Haskell


Viejos quejigos en las faldas del Lobatejo, el invierno pasado. Subbética cordobesa.
 
Necesito saber que el planeta ha pasado por una docena de glaciaciones. Que la última fue hace 20.000 años, cuando el nivel del mar se situó 120 metros más bajo que ahora. Que los árboles se retiraban ante el avance del hielo. Y que un árbol muerto sigue siendo un catalizador para la existencia de miles de especies. “Los árboles muertos generan nuevas conexiones y por tanto nueva vida”. Necesitaba saber que seguimos dependiendo del fuego como en el mesolítico, pero ahora precisamos quemar más combustible por persona. Son ideas que va aportando David George Haskell, en su libro ‘Las canciones de los árboles’, con traducción de Guillem Usandizaga y editado por Turner en noviembre del año pasado.
Magnífico libro ante una magnífica encina en campo de Aras.


Este profesor de biología recorre el mundo tras un puñado de árboles como el abeto de Navidad, el ceibo, el olivo o el pino blanco japonés, entre otros. Profundiza en el subsuelo, donde se desencadenan importantes interacciones de las raíces de los árboles con otros organismos, como bacterias y hongos, una asociación benéfica que les permite ser más resistentes y comunicarse con otros árboles, establecer alianzas o dar la voz de alarma ante una amenaza. Bajo la tierra también se escuchan las canciones de los árboles en un susurro vivificante y descubierto en las últimas décadas. “Las raíces se reúnen para intercambiar alimentos y de paso se enteran de las noticias del barrio”. Es el murmullo de la vida a nuestros pies, que tiene su reflejo en bosques saludables con los que convivimos, transmitiéndonos precisamente una imagen de vida.

Haskell sabe que estas conexiones trascienden las distintas especies de árboles y de otros seres vivos de su entorno. En definitiva es la vida (sin sentido) la que se expande y existe por encima y por debajo de cada uno de nosotros. “Virginia Woolf escribió que la vida real era la vida común. No las pequeñas vidas separadas que vivimos como individuos”. Este científico mezcla sabiamente en su literatura cientos de datos que le llevan a una hermosa poética. Como la espiritualidad de las tribus amazónicas surgida de la vida práctica en este entorno a lo largo de los siglos. Porque el ser humano está dentro de esa vida, que se dirige sin sentido, porque “no importa si una especie efímera quema los restos fósiles de otra y de este modo calienta un poco el planeta. De hecho, no importa nada de nada, a no ser que deseemos guiarnos por ilusiones”.
En el bosque del Pirineo, este agosto.


Haskell va más allá de ese pesimismo inicial, que constata que todo da igual; quiere que veamos la belleza con ojos nuevos. Ahora que se editan obras de referencia medioambiental, esa suerte de género nature writing, caben perfectamente estas sustanciosas reflexiones, filosofía de ‘Las canciones de los árboles’. Un texto que también critica a escritores clásicos de la nature writing como John Muir, defensor de los primeros parques naturales estadounidenses, pero quien “creía que un hombre blanco tenaz recogería fácilmente la misma cantidad de algodón que media docena de negros”. En sus páginas también sonroja al ecólogo Aldo Leopold, quien trató “las injusticias raciales de su época con silencio y ambivalencia”. Se nos ha colado también en la ecología la superioridad de la raza blanca y nos pone de ejemplo la estatua ecuestre de Roossevelt que hay a la entrada del Museo de Ciencias Naturales de Nueva York, un conjunto que se completa con dos figura a pie y mal vestidas, la de un negro y un indio, también estadounidenses. Unos se han impuesto a otros, hemos perdido conexiones a la largo de la historia.

Haskell apuesta por una ética fuera del yo. “Nos olvidamos de nosotros y nos sentimos pájaros, árboles, gusanos parasitarios… nos abrimos a la comunidad de la que estamos hechos”. Es ahí donde está el concepto de ecologismo que defiende el autor, “no es un retiro a una naturaleza salvaje”, es un compromiso como especie devastadora de otras y puede que por este camino de ella misma, solo cabe planificación con lo que nos rodea y sentido de pertenencia al planeta. La vida es una fuerza que lucha constantemente, puede ser desolador, “como lo será la destrucción definitiva de la Tierra por parte de un Sol en expansión”. Al menos podemos contentarnos con la belleza que encontramos en un viejo olivo en Jerusalén o los perales de Callery en las avenidas de Nueva York. Necesito saber todo esto y lo he encontrado en este soberbio libro.
Todo un tótem cultural, un olivo centenario en la Subbética cordobesa.



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