Me quedé en la oquedad de la roca
Tengo un libro. No puedo pensar en la montaña sin tener un libro. Esto ocurre hoy lejos de la dura materialidad de la montaña. Sé que caminar por sus crestas es fuente de ideas. De la bota a la cabeza hay una conexión ancestral que despeja de maleza el cerebro hasta descubrir el puro mineral que esconde su circunvalaciones.
Pero, si estoy lejos de los signos de la montaña, un libro puede despertarlos. Tengo un libro: 'Frankenstein o el moderno Prometeo', de Mary Shelley. Y son muchas sus maravillosas páginas aleteando sobre las cumbres de los Alpes. Es Víctor Frankenstein quien desesperanzado acude a las cimas de Chamonix a curarse. “Fue durante un arrebato de esta clase que dejé mi casa repentinamente y conduje mis pasos hacia los valles alpinos, buscando olvidarme de mí y de mis penas”.
Solo hace falta el empeño de subir con una mochila y los insumos justos para la estancia y esa desnudez nos hace renacer en la montaña. “Me quedé en una oquedad de la roca, observando aquel maravilloso paisaje”. Así, el atormentado doctor Frankenstein va curando las desdichas de sus días. “Una estremecedora sensación de placer, largo tiempo ausente, vino a mí con frecuencia durante este viaje”. El Mont Blanc lo contempla, los glaciares y sus espantosos abismos, lo acompañan y son los que le dan fuerza.
Leyendo estos párrafos del clásico, traducido por Gabriela Damián Miravete, en este edición de Grantravesía, salgo de la obra, de su argumento e imagino a una joven Mary Shelley, de quince años, viajando por Chamonix con su amado, el poeta romántico Percy B. Shelley, es a ella, esa adolescente montañera la que se me presenta página a página, en aquellos fríos de 1813. Y renace toda la potencia de la montaña hoy lejana.
Las fotos pertenecen a enero pasado en Los Galayos, con el refugio Victory.
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