Por Gistaín

Fachada de Gistaín en agosto 2014.

Una belleza no forzada, no impostada, una belleza envejecida puede parecernos fea. Paradoja en la que caemos por vivir en un mundo de imagen artificial y continuamente moderna, y posiblemente también de pensamiento artificial y deslocalizado. Dice Severino Pallaruelo, sobre los tejados y casas del Pirineo “hay mucha falsa imagen, mucho mito, mucha tontería”. Mucha teja de pizarra cuando deben ser losas de arenisca. Mucho nuevo bloque de hormigón revestido de piedra, mucha postal alpina.
Típicas torres, a la derecha, de Gsitaín. Agosto 2017.


Hay un pueblo, y con él un valle, que llevo visitando décadas. Hablemos de Gistaín, arriba en la ladera a 1.422 metros de altitud, más alto que Plan y San Juan de Plan, estos ribereños del Zinqueta. Gistaín mirando al sur, a las montañas del macizo del Cotiella, y sus picos de las horas. La peña de las Diez, de las Once, la del Mediodía, como un formidable reloj de rocas. Tortuoso y auténtico Gistaín, tranquilo, mimado por sus vecinos. “No tenemos necesidad de inventarnos un estilo pseudopirenaico, a veces realmente extraño, si tenemos las claves para seguir unas pautas bien establecidas, que han de ser lógicamente heterogéneas, en relación con las distintas áreas constructivas del Pirineo”, escribe el geógrafo y montañero Eduardo Martínez de Pisón en su descatálogado libro 'El alto Pirineo'.

Aun perduran los tejados de chapa ondulada de zinc o de uralita. Materiales batatos de la década de los sesenta y setenta, con los que seguir manteniendo en pie y habitar viejas construcciones. Fachadas irregulares, de piedra o mostrando capas y capas de encalo. En definitiva una belleza que reivindica una historia y una autenticidad. Y un deseo, el mío, de recorrer callejuelas tranquilas, en un valle recóndito, de volver a pisarlas a la espera de que un pensamiento auténtico, quizás en chistavín, surja junto a esas piedras de Chistén.

El pueblo en su valle, el de Chistau. Pirineo de Huesca en agosto 2017.



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