Las preguntas del Aneto

Día 13 de agosto del 19, al mediodía. Cumbre del Aneto, 3.404 m.

Ahora es noche ya. Estoy a 9 grados, sopla el viento y por momentos cae una fina lluvia. Son las 10.10 de la noche, llega alguien a estas horas al aparcamiento de Los llanos del Hospital. Dormiré en el coche, no veo a nadie vivaqueando. 12 de agosto 2019 Benasque, final de la carretera.
Aneto 3.404 metros, Miguel y el grupo de amigos montañeros pasan la noche en el refugio de La Renclusa, allí me esperan. A las cinco de la mañana llega a este aparcamiento el autobús que me llevará pista adentro en la montaña. En este punto acaba de llenarse de excursionistas motivados pero con las caras del madrugón.
En el autobús, camino de la cumbre.

Es noche cerrada y bajo el bosque solo me guía el caminar de los compañeros que al poco me dejan atrás. Subir. ¿La montaña te pone en tu sitio? Encajemos los huesos a cada paso, con cada trepara. Tendones, músculos, vísceras trabajando. Borrando las huellas de los dedos de las manos, limadas en el granito las yemas. Dejar algo del cuerpo en la montaña para que la montaña deje su recuerdo mineral en ti. Mundo mineral de roca y hielo que no espera a nadie, que se basta con su belleza, que no desea visitas, que no quiere pisoteo y solo acepta el murmullo del reguero de agua bajo el hielo negro del glaciar menguante como el tiempo que nos queda.
Glaciar del Aneto, el 13 de agosto de 2019
Y es por eso que buscamos la montaña para alargar el tiempo que buscamos en su eternidad, en el verdadero ser de lo que es sublime. Todo es compacto a partir del portillón superior. Ese paso que nos adentra en el glaciar. Los dientes de los crampones suenan a mordida. El dios Aneto aun se esconde lejano y negrísimo en la cumbre. Aun nos pondrá a prueba en la cresta del paso de Mahoma, abierto a los abismos y que paso arrastrándome de miedo. Luego la cima y las señales del hombre, de sus creencias en forma de cruz o de virgen o de banderas tibetanas. Y es ahí en la cima cuando llegan las dudas. ¿La existencia es un trabajo de las fuerzas del universo, de una energía que no cumple sentido alguno?
Pero el descenso es diferente. Nadie habla del descenso de las montañas, cuando en él está (quizás) el sentido. Subimos para volver y atesorar esa experiencia, esa belleza. En el mismísimo pico de los Pirineos encuentro formas de vida tan espléndidas como un cojín florido de Saxifraga iratiana. Reptando por el paso de Mahoma lo veo a unos metros. Saco fuerzas entre el vértigo y le hago una fotografía. ¿Cómo la semilla ha encontrado esa grieta? ¿Por qué ella no tiene miedo? ¿Florece de alegría?
Plan de Aigualluts, en el descenso.
Descendemos y no puedo obviar las pequeñas flores, escasas, muy repartidas, bellas y exponiendo su sexo a los polinizadores de la montaña. Proclamando su existencia entre el oleaje de feldespato, la mica y cuarzo. Ahí está el amarillo vivo de Leontodon hispidus y el rosa de la Armeria alpina, que encuentro magníficas como si un jardinero cercado las cuidara a diario. Ser testigos de la vida, eso son esas plantas de montaña y nosotros mientras descendemos y volvemos a la gente que me habla de una existencia que llevo puesta a diario como un mono de trabajo. Pero no, he estado arriba para aprender de la leyenda, el misterio y el ensueño. Y puede que la belleza sea la respuesta.
Aneto, a la izquierda, desde el paso del Portillón.


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