'Canto yo y la montaña baila', de Irene Solà

Canto yo y la montaña baila, junto a la laguna La Gabata en Sierra Nevada el 19 de julio.

A veces, quizás demasiadas, oigo conversaciones y murmullos en la montaña. El cantarín riachuelo, la boira (niebla) que baja prieta de Puerto Viejo y que me traen palabras de antiguos exiliados republicanos. No sé, la montaña despierta en mí un estado poético y le lanzo piropos al alimoche y le digo: -buitre egipcio, tú dominas la ladera, ¿explícame cómo es el viento en el pasto verde? Abanto déjame verte-.

Alimoche sobrevuela los pastos de Pinarra, el 12 de agosto 2020

Entonces leo a Irene Solà y ella también ha entendido la montaña de forma poética y mítica. El corzo habla, ¡claro que habla! y explica cómo escapa de los disparos. Irene Solà en 'Canto yo y la montaña baila', editado por Anagrama y traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera, nos muestra que las nubes, los humanos, el oso tienen un alma parlanchina. Y creo que Solà tiene razón en ese animismo literario que recorre su colección de cuentos entrelazados, hasta convertirlos en una novela deslumbrante, porque es bello pensar que las nubes murmuran y descargan a conciencia. Y las trompetas hablan, esas apetitosas setas para los humanos y los jabalíes. Y están las viejas leyendas de brujas, también de republicanos pasando la muga a Francia.

Sió, Domènec, Mia, Hilari, con su drama son protagonistas de una historia más compleja y dentro de un paisaje que habla, todo dentro del enorme Pirineo. “Mi sueño es tan profundo que se cuela por debajo de los mares”, recitan las montañas del Camprodón y de la cordillera. “Estas montañas son sublimes. Primogénitas. De otro mundo. Mitológicas”. Son unos cuentos de libertad y de esa libertad se derrama como fuente clara el amor a la escritura, en cada página late la pasión de esta escritora.

Paso fronterizo de Puerto Viejo, en el circo de Pinarra este 12 de agosto de 2020.