A la Alcazaba por Siete Lagunas

Añadir velocidad a un recorrido es dotarlo de vacíos, así que decidimos hacer el camino a las cumbres de Sierra Nevada bien cargados con las mochilas, de forma lenta y ganando con los detalles del sendero. Lentos y agotados hicimos la subida al Mulhacén y en mi caso, a la Alcazaba.

Desde Trevélez situado a 1.476 metros, hacia Siete Lagunas a 2.890 metros, hay un camino bien marcado, donde el agua en los barrancos y en las acequias da vida en estas fechas a vigorosas orquídeas, espigas rosas de Dactylorhiza elata. Con la altura ganamos en la visión de los espacios abiertos que nos ofrece siempre la montaña. Sierra Nevada se muestra espléndida de flores en sus cumbres. Los torrentes se llenan de colores, de flores y mariposas. Por las altas laderas revolotean las Parnassius apolo, nos dirigimos a la cascada Culo de Perro, rebosadero natural de las lagunas. En ese trepadero final, las pequeñas carnívoras Pinguicula nevadensis están en flor, junto a ellas hay ramilletes de las exóticas formas de la Scutellaria alpina y Anthericum baeticum, campanillas azules vibran con las ráfagas de viento, Campanula herminii y llamativas matas de Senecio nevadensis.


La mañana siguiente comienza a las seis, no ha sido malo el vivac, unas gotas nos alertaron pero no fueron a más, ni tampoco el viento por la noche, cosa distinta en la zona de cumbres esta mañana del 3 de julio. El grupo se dirige al Mulhacén (3.479 m.), mientras que yo prefiero conocer la cumbre de la Alcazaba (3.365 m.), una subida en la que las bellísimas flores de Erodium cheilanthifolium, con esos arabescos en dos de sus cinco pétalos, quisieran hoy estar aun más agazapadas ante las rachas de viento. Con la cumbre a la vista atravieso una vieja artesa glaciar sembrada de grandes lajas de esquistos, como si un terremoto hubiera destrozado un camposanto y hubiera que caminar por sus removidas lápidas. Pero la vida en la montaña nevadense asombra y en lo más gris del terreno grupos de exclusivos Erigeron frigidus brotan embrujando los últimos pasos, junto a los zafiros de las gencianas, Gentiana alpina, auténticas reinas a más de 3.200 metros.

“Porque la montaña es única e indivisible, y la roca, la tierra, el agua y el aire no son más parte de ella que lo que crece de la tierra y respira el aire. Todos son aspectos de una sola entidad, la montaña viva”, escribe Nan Shepherd, y no le falta razón.

 







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