Día dorado


 

Llevaba tiempo queriéndolo hacer. Ver atardecer desde las caravanas. Es un lugar conocido también como Los Molares, alto, cerca de casa, a 7 u 8 kilómetros. De penosa subida, jadeantes tramos hasta llegar a esta loma alta a la que no llegan los olivares y donde unas pocas encinas se han hecho muy hermosas a fuerza de rudeza, de exposición a los elementos, de perseverancia, de sabiduría. Eso me transmiten.

Una de ellas, de forma perfecta y de dos o tres siglos de vida la conozco desde hace años, vengo a menudo. Ahora el sol del horizonte, que atraviesa el máximo posible de partículas de la cargada atmósfera, la está dorando. Atardecer que pone ahora un mar de lava en el cielo y solo por un momento hace de la encina un ser fulgurante antes del ocaso. Instante en el que he percibido toda su inteligencia y su amor. Entonces una pequeña bandada de pajarillos, cuatro o cinco, han entrado veloces en su acogedora copa.

Todo esto con el libro ya cerrado, cuando ya se le acaban los días, los miedos, los dolores, los recuerdos a Lars Lennatt Westin, conocido como la comadreja, que se jubiló anticipadamente. Está enfermo terminal de cáncer. Afronta el final estando vacío, limpio y claro. Deja unos cuadernillos escritos: el cuaderno amarillo, el azul, el cuaderno desgarrado. Es 'Muerte de un apicultor', de Lars Gustafsson, editado por Nórdica Libros y traducción de Jesús Pardo. “La verdad es que me siento demasiado lleno de vida para estar al borde la muerte”. Cojo la bici y vuelvo a casa.







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