El otoño desde Sierra Nevada

Por fin ha llegado el otoño. ¿Cada vez llega más tarde? O más bien queremos que el año cumpla con sus estaciones. Necesitamos los cambios, porque de todo nos cansamos, incluido el luminoso y plácido verano. Bueno, también abrasador, lo que para mí lo convierte en insoportable.


Anunciaron la llegada de las lluvias. Fui al detalle de Sierra Nevada. Donde el pronóstico colocó cierta nubosidad y posibilidad de chubascos débiles. Así que madrugué para recibir la temporada en la alta montaña nevadense. Mi recorrido tomó el carril que te lleva hasta el refugio de San Francisco y después el sendero que llaneando entre los 2.150 metros, te asoma al barranco del río Genil, justo enfrente del refugio de la Cucaracha, en la ladera de enfrente y a menor altura. Llegando al refugio comenzó a llover. El edificio, encalado y de cúpula roja, destacaba como los hitos kilométricos de las carreteras. Una construcción casi centenaria, erigida a principios del XX, en la fachada hay una placa que indica 1920, por el Club Sierra Nevada. Un nido de águilas, antes de llegar a los peñones de San Francisco.

Como no había viento, el paraguas me fue lo suficientemente útil como para completar el recorrido, de unos seis kilómetros. Era el paisaje emborronado por la niebla, el rumor de la lluvia y la soledad de la montaña lo que andaba buscando. Tan paisaje es la definida figura de la montaña, como las etéreas nubes, con sus aguas y sus copos. Entre los jirones de la niebla, por momentos distinguí las primeras nieves asentándose en las cotas altas de la montaña. Bajo unas rocas, medio protegido por ellas y el otro tanto por el paraguas, estuve un rato, comiendo almendras y leyendo y escuchando el torrente del barranco de San Juan. ¡Cuantos santos, en un lugar cuya espiritualidad creo que no los necesita! Baje hasta el arroyo, mínimo en esta época. Seguí el sendero paralelo a un tramo de la acequia Haza Mesa. Después desemboqué en unos prados secos, cuajados de bostas del ganado que pasa el verano haciendo carne en estas alturas, grandes mierdas más o menos frescas y cientos de cardos cucos secos. Solo faltaba asomarme a las lomas que dan al barranco del Genil y del Guarnón para llegar al final del recorrido y disfrutar de las panorámicas. Como seguía lloviendo, retrocedí hasta el hueco de unos peñones, donde comí un bocadillo de mortadela, apaciblemente, callado, a las cuatro de la tarde, y con una temperatura de siete grados, dejando que el otoño se presentara.

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