Siete Lagunas


Para mí, el tórrido verano es el final del ciclo anual. Todo lo arrasa el sol del mediterráneo. Agostada la hierba, la cadena que depende de ella va menguando. Las poblaciones de seres vivos se reajustan después del estallido primaveral, de lo frondoso, de los veneros cargados y el deshielo, todo se refugia en la sombra el regato o se seca.

Ahora, poco a poco, aumentará la capa de árido suelo y el estrés de hojas y animales. Es el momento de subir, de elevarse entre las pizarras y esquistos de Sierra Nevada, en esa paradoja de acercarse al sol por la montaña para volver a los prados verdes y el agua fría de Siete Lagunas. Las flores recién abiertas y el canto de la alondra.

Me reencuentro, dos años después, con la Gentiana pneumonanthe creciendo junto a la Dactylorhiza elata al borde de la gran acequia de Trevélez. Y junto al vivac de Siete Lagunas, la estrella de las nieves (Plantago nivalis). Por la mañana temprano preparo la bajada, a las nueve iniciamos los casi 1.500 metros de desnivel, el resto del grupo, más fuerte, se encamina al Mulhacén. Por el camino de bajada aun hay amigas, pequeñas ninfas botánicas en los huecos verdes del camino, Micranthes stellaris; espero verte en agosto en el Pirineo. Con mi hija sigo descendiendo entre mariposas, pero la más confiada y que se deja fotografiar es Sofía (Issoria lathonia). Aun queda la recompensa de tan duro desnivel: ensalada goterón, pizza goterón y papas a lo pobre. Cerveza, refrescos y gazpacho.


En caminata de verano, Hermann Hesse escribe:


Y a mí, el extranjero, el peregrino

sin rumbo por esta tierra,

¿me encontrarán maduro

cuando se acerque el segador?











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